A principios del siglo XX la dramaturgia argentina encontró su expresión, a través de figuras como Florencio Sánchez y Gregorio de Laferrère. Son estos los autores que en cierta medida renuevan las formas del teatro rioplatense, atado hasta ese entonces a las convenciones de la centuria precedente, que en el fondo sólo había generado piezas menores, escenas de carácter costumbrista.
Durante la década de 1930 se formó el Teatro del Pueblo, grupo teatral que mostró gran interés por la experimentación y la búsqueda de nuevas técnicas escénicas que dejaron a un lado el teatro de autor para centrarse en la figura del director. Esto tuvo como consecuencia la formación de un nuevo público, más intelectual y menos popular, interesado por la renovación vanguardista.
También hacia 1930 nace con el grotesco, una especie teatral que se caracteriza por la simbiosis de lo alegre y lo doloroso, en medio de conflictos que revelan a un hombre inserto en una sociedad, la mayor parte de las veces, hostil: así desfilan las figuras marginadas y los problemas cotidianos, Armando Discépolo es el mayor representante de ese teatro.
Una nueva generación, como ya entrada la década del '40, confirma una dramaturgia sobre la base de los tópicos de la situación social, esta vez desde la perspectiva que acorrala al ser humano en su propia desazón, en las consecuencias de vivir sin horizontes y presa de la rutina, de la precariedad laboral, del ocio mismo.
Por los años '60 otros escritores sacan a flote aspectos de la cultura grecolatina, completando el panorama. Griselda Gambaro y Eduardo Pavlovski representan la renovación vanguardista surgida a partir de los años sesenta, década en la cual se alcanzó una gran libertad de expresión respecto a los problemas sociopolíticos. Desde la década del '70 en adelante, los autores privilegian los temas políticos y las dificultades de las relaciones humanas. El régimen militar y su censura dieron paso a obras grotescas y simbólicas alusivas a la situación social.
Otros esfuerzos de protesta contra el régimen fueron los realizados por el Teatro Abierto, fundado en 1981, dedicado a representar obras de autores reconocidos y de jóvenes valores, entre los que destaca Eugenio Griffero con El príncipe azul (1982), que trata sobre los roles sociales rígidos que llevan a la traición de los más auténticos y vivos sentimientos.
Con el restablecimiento de la democracia, la fórmula teatral imperante perdió su sentido y la escena volvió a ser ocupada por los autores ya consagrados, como Gambaro, La mala sangre (1982); Pavlovski, con Potestad (1985), y Roberto Cosa con Los compadritos. A partir de 1983 han surgido nuevos nombres como Juan Carlos Badillo, Daniel Dátola, Nelly Fernández Tiscornia, Emeterio Fierro y Carlos Viturelo.